La tormenta

La tormenta

En muchas partes he oído acerca de ahogados. Quien más quien menos nos relata que ‘estaba bellísimo’; otro que era ‘horrible como escuerzo’ y así cada uno con su versión.

Cuando yo vi al ahogado en la playa, boca abajo, bebiéndose el océano con sed infinita tuve la sensación de que la gente exagera demasiado, porque un ahogado es un muerto y éste, bien digo, era el muerto más muerto del universo. Nada más.

La playa silenciosa y la inminente puesta de sol eran un espectáculo digno de cualquier funeral. Nadie salvo yo había notado la presencia del cadáver en la playita baja de Punta del Dunar, o eso creí entonces, y me quedé un buen rato mirando extasiado cómo el agua mojaba y remojaba el cuerpo, cómo las olas jugaban con él, meciéndolo rro rro rro. Me acerqué.

Un cuchillo clavado en su espalda corroboró mi primera impresión. La sangre salía a pequeños borbotones y se escurría buscando el declive de la arena. El agua diluía la sangre y la convertía en una delgadísima cáscara rosada y… no. No alcanzaba a ver el rostro de aquel hombre, aunque de haber sido posible, tampoco le hubiera reconocido entre la de miles de turistas que invadíamos el lugar en esa época del año. Continué mirándole. Había caído con un brazo escondido bajo el cuerpo y parecía estar durmiendo. En cuanto al cuchillo, observé con tamaño espíritu de investigación que era un cuchillo común… Pero yendo al fondo de la cuestión: como los peces no usan utensilios de cocina y los hombres no se suicidan por la espalda, concluí que era un asesinato.

Por fortuna la Seccional no distaba mucho de la playita y fui retrocediendo con cautela, en puntas de pie y siempre de cara al ahogado, como si el ruido de mis pasos hubiera podido despertarle de su sueño y recién al llegar al murallón del puente, comencé a normalizar el paso. Trepé de un salto hasta la pasarela y entonces, ya sin ninguna prisa, me detuve mirando por si toda esta pesadilla no era más que eso: una pesadilla. Pero no lo era. Allí estaba.

Me posé sobre la baranda de cemento, a unos cincuenta metros… justa la distancia para advertir un detalle en el que antes no hube reparado: los anteojos. Sus anteojos a pocos metros del cuerpo. Deduje que sólo la propia dificultad en la visión cercana y más que nada, la pura casualidad, me impidió pisarlos.

El detalle que en principio me pareció de crucial importancia, luego lo fue pareciendo menos y cuando decidí continuar camino de la comisaría policial, lo había olvidado por completo.

Del puente a la calle principal, aunque el trayecto incluía un pequeño desvío: entrar al hotel en donde nos hospedábamos con Doris y contarle lo sucedido. ¡Doris! Como un relámpago recordé la ilusión de mi mujer, cuando habló Manolo para invitarnos esa noche a una función de teatro –debía estar furiosa por la demora- y doblé la esquina a toda velocidad. Primero tenía que cumplir con mi deber de ciudadano y hacer la denuncia.

Al cruzar la próxima calle vi el escudo en la fachada del único edificio de dos plantas y al guardia en su frente Buenas tardes, dije, pero debió ser el frío que ya se anunciaba o porque los guardias no saludan a nadie, no me devolvió el saludo.

Traspasé la puerta principal y cuatro internas Oiga agente, vengo a denunciar un asesinato; Mire, yo lo único que quiero es informarles que he visto a un tipo muer… ¿SE DAN CUENTA QUE ESTOY HABLANDO DE UN CRIMEN ALEVOS…? Maldito el apunte que me llevaron. O estaban sordos o se hacían los idiotas, el caso es que traspuse nuevamente las cuatro puertas internas y la principal y salí ya sin saludar a nadie porque si la mismísima policía no se daba por enterada, a quién diablos le iba a contar lo que sabía.

Rojo de ira. Verde de impotencia. Me picaba hasta el muñón del brazo izquierdo, el mismo que había perdido en el accidente –justo el año pasado y en este mismo balneario, pucha suerte.

Sentí la tremenda necesidad de volver a la playa –Doris comprendería una vez aclarado el enigma– e inicié el camino de regreso a la playa. Corriendo, como si el muerto hubiera podido escaparse, pero no. Al llegar al puente lo vi. Tal como lo había dejado: con tanta paz, con tanta frescura, con el sol que ya no era sino una raya horizontal abierta sobre el mar.

Quedé un rato pensativo: no podía irme así, tan tranquilo y dejar al muerto librado a su suerte, aunque tampoco sabía a quién recurrir.

Ensimismado en tales pensamientos, noté tardíamente que una pareja me observaba y ahora, se alejaba a gran velocidad, ambos tomados del brazo y cuchicheando entre sí, suficiente para hundirme en la desesperación porque alguien que vuelve al lugar del hecho como si en realidad le importara ¿quién es? EL ASESINO, no cabe duda. Por otra parte, me habían visto realizar los movimientos más sospechosos e inquietantes que pueda llevar a cabo una persona en estado de culpabilidad. ¿Y si daban aviso a la Policía? Porque a mí me habían ignorado, pero dos testigos…

Entre qué hago qué no hago, le largué una nueva y profunda mirada de respeto al cuerpo yacente, y salí a los trancos, como alma que se la lleva el diablo.

Doris. Sí. Exactamente iría al hotel y ella daría su opinión al respecto.

Pero en el cuarto del hotel no había nadie. Sólo una nota para el personal encargado de la limpieza con un dinero en calidad de propina.

Creo que en ese instante olvidé al muerto para sorprenderme ¡si aún faltaban cinco días para terminar nuestras vacaciones en Punta del Dunar!

¡El Teatro!

¡Manolo!

Y con una luz de esperanza decidí llegarme hasta el chalet de ese entrañable amigo de la infancia, cuya invitación había hecho posible dos maravillosos veraneos en la costa.

La tercera es la vencida me dije porque nuevamente debía pasar por la playa, maldita la gracia que me hacía, pero la noche, completamente noche oscura me fue acompañando como si hubiera sabido de antemano el desenlace. Una neblina intensa cubrió el cielo y la tierra y los nubarrones del sur, indicaron la tormenta próxima.

El chalet de Manolo estaba a oscuras y por más que sacudí el timbre, las palmas y me desgañité gritando, nadie salió a recibirme. Di la vuelta por la entrada de servicios: estaba abierta.

Con más terror que sigilo porque además de lo que ya estaba sabiendo, se trataba ni más ni menos que de una violación domiciliaria, entré.

Y nada. El interior algo revuelto, alguien con mucho apuro o bien, casa de hombre solo, los discos desparramados sobre el sofá, dos vasos de whisky en la alfombra mullida y mis anteoj… Mis anteojos, sí, caramba. Mis anteojos dejados en la habitación del hotel, no en casa de Manolo.

Entonces fui a la habitación: la cama desarmada, nada extraño por cierto y la alfombra con enormes flores rojas de sangre.

Creo que me puse a temblar, ya no de terror, sino de asco, vergüenza, rabia. Necesitaba aire nuevo. Salí. No sabía qué hacer ni adónde dirigirme. Al llegar al puente me detuve una fracción de minuto, pero ya no miré el cadáver que pienso seguirá en soledad hasta que mañana la policía descubra el hecho. Recuerdo la pareja que vi alejarse de allí con velocidad. Ya no cabe duda.

La tormenta arrecia; el agua corre cenagosa por todos lados. Es una lluvia infernal con viento y todo. Me quedo muy quieto, inerme y ahora sí miro al muerto más muerto del universo que no es ni feo, ni lindo, ni escuerzo. Me miro a la distancia y pregunto por qué.

Dejo que el oleaje venga y vaya, me moje y me remoje, que la tormenta me empuje mas allá, más acá, que la arena trague mi sangre o se diluya en el agua… Aprieto contra el cuerpo mi muñón izquierdo para que la gente crea que he caído con el brazo doblado. ¡Que tengan buen viaje!

Yo ya he partido hacia otros rumbos.’

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