“Juanete con hombre no caza violines”, Editorial Sanjuanina, San Juan, 1972. Mi primer libro de cuentos.
Emi Al Tapur
Cuando encontré a Emi Al Tapur, bien podía haber sido un personaje escapado de la Alhambra, un domador de camellos en el desierto de Arabia, los cabellos largos y escondidos por una túnica blanca, fantástica, bordada en oro y perlas, o un descastado comerciante de pueblo que iba y venía con el sulky repleto de cacerolas, géneros de la China, vajilla holandesa, sillas de totora a mitad de precio, ristras de ajo y así sucesivamente. Esto era al fin y al cabo, y nunca hubiera ocurrido nada de importancia con tales cosas si yo no hubiese tenido la mala suerte y peor mal gusto que meterme bajo las patas de su caballo.
Un accidente como cualquier otro, tratándose de mí, pero no para Emi Al Tapur, que me creyó muerta en principio y le saltaban las lágrimas como a un bebé negro y grandote de porcelana que solía tener mi abuela arriba de su cómoda y que al apretarle el ombligo lloraba como un hombre grandote y negro que estuviese padeciendo de monstruosos retorcijones de panza.
Y no se asusten si digo panza, porque bien sé que los hombres tienen vientre y abdomen y que la panza viene a ser un don especial de los sapos y los caballos, y aunque este hombre no fuera ni de una especie ni de otra, el pobre lloraba y se daba grandes golpes en el pecho, se tironeaba de las motas, se soplaba la nariz y rezaba (porque me imagino que rezaba, entonces) con tanto dolor como si lo estuvieran clavando de bruces en el Gólgota. De modo que abrí un ojo. Luego el otro. Emi Al Tapur me miró volver a la vida con facilidad, serenamente y puedo afirmar que se apabulló pensando que sería yo, la reencarnación de mí misma. Se le acabó el rezo, por lo menos se había quedado quieto pero muy quieto, de rodillas en el camino y balbuceando algunas palabras que sin duda no eran oraciones y para qué voy a decirles del pañuelo rojo que sabía atarse alrededor del cuello, la camisa desprendida y un nudo bajo, dejándole el torso al descubierto con una amalgama de lunas y estrellas tatuadas a puñetazos, puedo suponer, porque allí mismo se arrojó a mis pies y otra vez volvió a incrustarse los nudillos en el corazón como si el arrepentimiento de haberme aplastado fuera mayor que sus deseos de verme viva y a salvo.
Pero las cosas son así. Moví una mano, luego la otra y lo vi encogerse como los gatos; quedó inmóvil nuevamente, esperando mis movimientos con paciencia, con tenacidad. Me hubiera esperado toda la vida a que yo desperezara mis miembros, que era otra pauta de resurrección.
Emi Al Tapur estuvo medio siglo esperando de rodillas en el camino y yo gozando por cincuenta años el mismo momento, que fue cuando se levantó de improviso y ya me parecía que largaba fuego por los ojos y los rezos los fue dejando olvidados en El Corán o algún otro envase de religión, o quién sabe en qué recóndito lugar de su alma, para no llorar como los muñecos y soltar una cadena de palabras gordas, muy gordas, que si se quiere me da un poco de vergüenza repetirlas, pero sentidas, bien sentidas, se abalanzó sobre mí y ya me estaba zamarreando como a un guiñapo, estrujándome con sus manazas y propinándome un trato que no sé si estaba muy justificado, para él sí, se ve, y ya de las casas vecinas se empezó a amontonar la gente mirando cómo Emi Al Tapur se desangraba en vida.
En más o menos mala vida, lo sé bien, y nada tiene que ver que se llame Emi Al Tapur o Juan Pérez, porque siempre hay hombres y peores hombres en estos caminos de Dios, sólo que dio la coincidencia caer en desgracia con este dueño de bazar ambulante, cuando entre cinco lugareños lo tomaron por la cintura, el hombre forcejeó un rato, las mujeres se apartaron con los niños y yo no podía decir ni una palabra todavía, que era lo que faltaba para que el conglomerado humano dejara en libertad al comerciante o terminara de masacrarlo. Pero todavía iba a demorarse en el silencio, justo el tiempo para que llegara la ley al lugar del hecho, le pusieran las esposas y le increparan por la muerte de Agustín García.
Pobre Emi Al Tapur, pobrecito, si cualquiera en su lugar lo hubiera hecho por su honor de hombre y su hombría de turco, cuando vio a Dolores colgada del cuello de Don Agustín y Don Agustín metido en su propia casa, tantos viajes y chirimbolos a vender alguno le había tocado, lo más triste de todo, el accidente, que fue el momento en que Emi Al Tapur se encontró conmigo y ya me quería pisar con el caballo sin saber que es muy pero muy difícil pasar por alto o pisar por bajo a la Conciencia, y que los remordimientos llegan casi siempre demasiado tarde.